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En un lugar denominado Pueblo Antiguo, vivían gigantes hombres de barro. Era el tiempo en que no había lluvia, granizo ni viento y el Titiqaqa no existía aún. Los gigantes eran frágiles como tallo de habas. Se quebraban a menudo. No podían trabajar, carecían de fuerza, vivían inmovilizados.
Una tarde, un gigante se rompió la mano, buscó un ojo de agua y se la volvió a pegar. Luego, cuando otro levantaba piedras para construir su casa, se quebró una pierna. Hasta que llegó una época en que muchos andaban mutilados. ¡Tiene que haber una solución! Decían.
Uno de ellos, resolvió ir a buscar a un “Achachila” que habitaba en la cueva llamada “Igmaría”. Ayudado por una antorcha entró al interior y le habló así: Vengo a suplicarte para que ayudes a mi pueblo, sufre mucho. Nada podré hacer si ustedes no tienen fe, respondió el Achachila. Estamos atormentados, si alguien de nosotros se cae, se quiebra al instante. Si se fractura un brazo o pierna, por más que la pegue con agua, se le vuelve a romper. Se nos parte el cuerpo con el sol, somos un pueblo vulnerable. ¡Calma!, repuso el Achachila: No hay otra manera de curarlos sino por medio del fuego. ¿Qué es eso?, preguntó el gigante. El Achachila le explicó de donde venía el fuego, para qué servía y cómo se le conservaba. Tomando un platillo, le entregó una porción de brasa, desde la superficie de sus manos, se levantó una columna de fuego. ¡Aquí está!. Con esto los haré mortales, es preciso que pongas las manos encima y no tengas miedo. Así, el gigante puso las manos en el fuego y sintió que poco a poco se les endurecían. Quiero que mi cuerpo sea como mis manos, dijo. En ese caso, te haré un lecho de brasas, respondió el Achachila. El gigante se sometió a la prueba para coccionarse. Ni un grito, ni un solo gesto de dolor se escuchó en la cueva. Terminado el acto, se tocó la cara, brazos y pies. Tenían la consistencia que tanto ansiaba y se había reducido a la mitad de su anterior tamaño.
Gracias, viviremos siempre agradecidos para ti, dijo, antes de marcharse. Regálame un poco de brasa para llevar a mi pueblo, suplicó al Achachila. Pero ten mucho cuidado, una sola llama podría incendiar el mundo.
Cuando ni siquiera había caminado dos leguas, el manojo de brasas empezó a apagarse. Entonces para avivar el fuego, llamó al viento y este acudió. Las brasas se iban consumiendo de modo que para no perderla, se vio obligado a añadir Ichu y leña seca. Las ceniza ardientes que caían al suelo hicieron emerger flores, rocío, unas se tornaron rojas, otras azules, violetas, brotaron sanqayus, flor de cactus y así nacieron las qantuta, el toronjil, la chijchipa y flores silvestres del campo.
Al llegar a “Maqui Marka” o Pueblo Antiguo, contó su encuentro con el Achachila. Explicó que el fuego era el único elemento que podría salvarlos. Se hizo tocar las manos, los golpeó contra el suelo y para sorpresa de todos, no se quebraron. Entonces dos jóvenes se sometieron a la exigente prueba. Sin pronunciar una sola palabra de dolor, se hicieron coccionar tomando en el transcurso de la operación un color cobrizo.
Ellos son, nuestros primeros padres, por eso tenemos el color de iodo en la piel, nacemos con las mismas manchas de humo. El fuego que sobró fue enterrado en el fondo de una cueva. Allí permaneció por muchos siglos. Desgraciadamente un día salió a la superficie y produjo un incendio que se propaló por todo el mundo. Pues todos querían usarlo. Se quemaron pampas, barrancos, cerros y caminos. Luego alcanzó a “Markas”. Hombres, mujeres, vegetales y animales murieron en medio de inmensas llamas de fuego. Así hombres y mujeres de barro han sido también cocidos. Por eso se explica por qué haya tantos colores de piel entre los hombres de la tierra. Pero el fuego se apagó porque nuestros padres fueron al cielo a romper los diques que contenían la lluvia, produciéndose el diluvio.
Una tarde, un gigante se rompió la mano, buscó un ojo de agua y se la volvió a pegar. Luego, cuando otro levantaba piedras para construir su casa, se quebró una pierna. Hasta que llegó una época en que muchos andaban mutilados. ¡Tiene que haber una solución! Decían.
Uno de ellos, resolvió ir a buscar a un “Achachila” que habitaba en la cueva llamada “Igmaría”. Ayudado por una antorcha entró al interior y le habló así: Vengo a suplicarte para que ayudes a mi pueblo, sufre mucho. Nada podré hacer si ustedes no tienen fe, respondió el Achachila. Estamos atormentados, si alguien de nosotros se cae, se quiebra al instante. Si se fractura un brazo o pierna, por más que la pegue con agua, se le vuelve a romper. Se nos parte el cuerpo con el sol, somos un pueblo vulnerable. ¡Calma!, repuso el Achachila: No hay otra manera de curarlos sino por medio del fuego. ¿Qué es eso?, preguntó el gigante. El Achachila le explicó de donde venía el fuego, para qué servía y cómo se le conservaba. Tomando un platillo, le entregó una porción de brasa, desde la superficie de sus manos, se levantó una columna de fuego. ¡Aquí está!. Con esto los haré mortales, es preciso que pongas las manos encima y no tengas miedo. Así, el gigante puso las manos en el fuego y sintió que poco a poco se les endurecían. Quiero que mi cuerpo sea como mis manos, dijo. En ese caso, te haré un lecho de brasas, respondió el Achachila. El gigante se sometió a la prueba para coccionarse. Ni un grito, ni un solo gesto de dolor se escuchó en la cueva. Terminado el acto, se tocó la cara, brazos y pies. Tenían la consistencia que tanto ansiaba y se había reducido a la mitad de su anterior tamaño.
Gracias, viviremos siempre agradecidos para ti, dijo, antes de marcharse. Regálame un poco de brasa para llevar a mi pueblo, suplicó al Achachila. Pero ten mucho cuidado, una sola llama podría incendiar el mundo.
Cuando ni siquiera había caminado dos leguas, el manojo de brasas empezó a apagarse. Entonces para avivar el fuego, llamó al viento y este acudió. Las brasas se iban consumiendo de modo que para no perderla, se vio obligado a añadir Ichu y leña seca. Las ceniza ardientes que caían al suelo hicieron emerger flores, rocío, unas se tornaron rojas, otras azules, violetas, brotaron sanqayus, flor de cactus y así nacieron las qantuta, el toronjil, la chijchipa y flores silvestres del campo.
Al llegar a “Maqui Marka” o Pueblo Antiguo, contó su encuentro con el Achachila. Explicó que el fuego era el único elemento que podría salvarlos. Se hizo tocar las manos, los golpeó contra el suelo y para sorpresa de todos, no se quebraron. Entonces dos jóvenes se sometieron a la exigente prueba. Sin pronunciar una sola palabra de dolor, se hicieron coccionar tomando en el transcurso de la operación un color cobrizo.
Ellos son, nuestros primeros padres, por eso tenemos el color de iodo en la piel, nacemos con las mismas manchas de humo. El fuego que sobró fue enterrado en el fondo de una cueva. Allí permaneció por muchos siglos. Desgraciadamente un día salió a la superficie y produjo un incendio que se propaló por todo el mundo. Pues todos querían usarlo. Se quemaron pampas, barrancos, cerros y caminos. Luego alcanzó a “Markas”. Hombres, mujeres, vegetales y animales murieron en medio de inmensas llamas de fuego. Así hombres y mujeres de barro han sido también cocidos. Por eso se explica por qué haya tantos colores de piel entre los hombres de la tierra. Pero el fuego se apagó porque nuestros padres fueron al cielo a romper los diques que contenían la lluvia, produciéndose el diluvio.